Ponderando la oblea


Mavi Bar, Fikret Mulalla Saygi


Jota Te y Jess son dos norteamericanos que solían ir, de vez en vez, a Sornero durante el tiempo que vivieron en Medellín. Nos volvimos contertulios sobre alcohol, comida y su experiencia aprendiendo español. Comentábamos jovialmente las particularidades de la cultura colombiana. Cosas que ellos no entendían bien, como el uso generalizado de la palabra ‘gonorrea’ o la manera como se lidiaba en Colombia con los accidentes vehiculares. Admito que tampoco entiendo muy bien eso. En fin, los agarró el Covid en Colombia. Su visa venció y, a principio de junio, encontraron puestos en un vuelo humanitario que los llevaría a Florida, en la cosa opuesta a su casa, Portland, Oregón, y viajarían  en el mismo vuelvo que mi madre, atrapada, también, en su casa andina.

            Decidimos reunirnos en su B&B el fin de semana antes de su vuelo. Asar chicharrón, ahumar un lomo de cerdo y preparar algunos tragos. Fue la primera vez que nos reuníamos con más gente después de decretada la pandemia. Nos dimos cuenta de lo mucho que extrañábamos la risa de la Máquina, el español quebrado de los anfitriones, su buen gusto alcohológico. Preparé tragos para todos, feliz, yo también, de poder agitar cocteles en honor a mis parroquianos. Fue una buena noche.

            Un poco alumbrado ya por los tragos, comentaba con la Máquina, gran cocinero, consciente de nuestras tradiciones culinarias, temas relacionados con la comida. Terminamos hablando de postres. Yo recordé las veces que después de comer preparábamos, Yuli y yo, obleas y del proceso por el que pasamos para llegar a la más equilibrada posible. Empecé:

―El epicentro de la actividad obleística en Antioquia se ubica, actualmente, en mi apartamento del parque de Boston ―confesé, en tono burlón pero serio. ―Y no solo por cantidad, que comemos a cuatro bocas, sino por el balance que hemos encontrado. Hemos llegado a la conclusión de que para lograr una gran oblea hay que seguir principios que soportan una analogía con las consideraciones necesarias para preparar un gran cóctel.

―¿Cómo es eso? ―preguntó la Máquina. Yuli, Wendy y los demás secundaron la pregunta.

―Pues sí. Hagamos una margarita y comparamos.

Fui a la mesa donde Jota Te y Jess improvisaron la barra. Agarré el tequila Newton y dije: “Un cóctel precisa dos unidades de espirituoso, la base alcohólica, el vehículo de los demás ingredientes, la columna vertebral de la preparación. El arequipe será el encargado de aportar la voz principal en mi oblea. Al espirituoso lo modifica un licor un poco más suave, lo matiza, lo resalta y lo complementa”, agarré una botella de licor de naranja que Hernán había traído de Sornero. Conté tres segundos y volví a ponerla en la mesa. “Menos de una unidad, 0.75. La crema de leche hace binario ideal con el arequipe. Lo suaviza, lo contrasta levemente. Luego, una margarita clásica sin limón no es Margarita y deshonra el gusto cítrico mexicano. Exprimo este limón que hace en promedio una onza. El cítrico da complejidad, brillo, elocuencia. Así el queso en nuestra oblea. El parmesano, además, aportará umami, que se define como la acumulación de todos los sabores y genera en quien lo percibe una sensación de satisfacción. Estas son consideraciones un poco especulativas, pero no menos atractivas. Por último, nos faltaría un toque de dulce: la Margarita nos pide azúcar simplemente, aunque se puede recurrir al jarabe de agave también. Menos de una unidad, 0.5. La necesidad de azúcar responde más a razones de textura que de sabor. Mi oblea la termina un drizzle circular de leche condensada sobre el queso. Pongo la segunda tapa, la aprieto con los dedos en los bordes para que la lecherita se vuelva pegante y la obra está terminada. Habría que decir, también, que este postre es un homenaje a la cultura lechera.

―Pero hay que dejarla reposar antes de comérsela, como con cualquier preparación, supongo―interrumpió la Máquina. ―Cuando terminamos de preparar el almuerzo de esta tarde, Horacio, mi roomie, fue directo al sartén a servirse. Me tocó pegarle una palmada en la mano que ya tenía la tapa levantada. “Chiu chiu, sácale... La comida se deja reposar. Hay que esperar a que los sabores se acomoden.”

―Sabés que sí ―respondí, pensándolo detenidamente―, una vez tengo la oblea lista, la pongo sobre una servilleta y la dejo mientras termino de organizar el tinto ―que suelen ir juntos, un maridaje orgánico. La termino y la olvido hasta que sirvo la infusión en los pocillos. Ese tiempo, la oblea ha recibido la humedad relativa del relleno. Todos los elementos tuvieron tiempo de acomodarse. La textura aprovecha el reposo también: untuosa y crocante.

Nos reímos, sorbimos del vaso, y cambiamos de tema.

Preparé unos tragos más.

Llegamos tarde esa noche a casa.


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