Una mitología del asado



Charles Lamb´s imaginary tale of the discovery of

roast pork is not, perhaps, too far off the mark.

Reay Tannahill

 

Charles Lamb fue un escritor inglés de ascendencia escocesa, poeta por vocación y recordado, sobretodo, por su pluma ensayística, en especial, por Essays of Elia, publicado en 1823. “A Disertation Upon Roast Pig” hace parte de este y sobresale por su tono humorístico y su inteligencia de lenguaje, prez del romanticismo del autor. La razón por la cual su lectura genera aún interés, doscientos años después de haber sido escrito es, quizás, por la valoración que el narrador hace del cerdo, animal asociado a la alimentación del pueblo, subvalorado y rechazado por criterios religiosos y de clase. El comienzo del ensayo está dedicado al supuesto origen del cerdo asado:

Ye Family Rejoiceth
Ye Family Rejoiceth, ilustrado por  L. J. Bridgman

El narrador, cuenta, ha tenido noticia, por su amigo M., de un manuscrito chino donde se relata la historia de las primeras personas que lo comieron. En este, Ho-ti es un porquero, pastor de cerdos, que vive con sus hijos en un imaginario poblado chino. Un día va al bosque a procurar alimento para sus animales. Los deja al cuidado de Bo-bo, su hijo mayor. Es naturaleza de niños la curiosidad, y este la tiene por el fuego: una pavesa alcanza la paja del techo de la cabaña. La humilde casa de sus hermanos, de su padre, de sus cerdos, se vuelve ceniza en minutos y lo que más angustia a Bo-bo no es la choza, sino los nueve lechoncitos que se quedaron adentro. Esto sí es irreparable, concluye, desesperado, anticipando la reacción del padre.

            Busca la mejor manera de decírselo: no tenían ni el mes. Mira los nueves cuerpecitos calcinados. Bo-bo, intrigado, percibe, de repente, un olor que a nada se le parece. No es el olor a paja chamuscada, pues muchas casas ya olió arder; ni hierba ni flor. Hundió el dedo en uno de los cuerpos, buscando todavía vida. La reacción natural al estímulo de un dedo quemado es llevarlo, ipso…, a la boca, humedecerlo en saliva, el estímulo opuesto. Pequeños trozos de la piel rostizada del puerco se le adhieren al dedo adolorido y van a dar a la lengua del dolido: la levadura encontró su partícula de glucosa, ¡aleluya!

Por primera vez en su vida ―en la vida del mundo, realmente, puesto que nadie antes que él lo conocía― probó el chicharrón.

Ho-ti regresa. Alterado por el espectáculo, agarra a su hijo a palos, pero Bo-bo ni se mosquea. Lo mira, luego, extendiéndole un pedazo de chicharrón, colocándoselo al viejo en sus manos que tiemblan. Dos segundos luego el viejo suelta la carne y se lleva las manos quemadas a la boca. Sufre la misma suerte de Bo-bo. Ha comprendido algo nuevo, mediado por su lengua y por su olfato. El eureka de los sentidos ―esa realización organoléptica― avanza en el padre como en el hijo.

Ye First Taste, ilustrado por  L. J. Bridgman


           
Lo importante ahora es ocultarlo, dice el narrador que dice el manuscrito: arriesgan ser apedreados por los vecinos. Sin embargo, su casa recién rehabilitada, vuelve a arder… con mayor frecuencia… al mediodía… al amanecer… y el rumor no se hace esperar. Son aprehendidos in fraganti, llevados a corte y la evidencia es presentada al juez. Un pedazo de chicharrón humeante. El funcionario, inquisitivo, ínclito, lo recibe y lo suelta casi al mismo tiempo: se lleva los dedos a la boca. Falla a favor del padre y el hijo.

            Dos días después se ve la casa del honorable judicial ardiendo. Y al otro día la del párroco… más tade la del zapatero... Tan cotidiano e idiosincrático y regular se vuelve el asado de cerdo en esta población, que se vaticina la pérdida irremediable de la Arquitectura… si no fuera porque, como evidencia el manuscrito, un sabio, un día, llegó al Gran Descubrimiento de su Tiempo: para asar un chicharrón no se precisa sino unas tablitas.



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