Una prensa francesa


Te encontré en algún saldo, de visita a mi madre. Luego viajaste en mi equipaje sin quebrarte y me arreglaste tantos tintos en dos o tres casas que he vivido. El servicio que me has hecho… Te me volviste cotidiana como un cuchillo, como una cuchara. Los turcos tenían tanta razón en dotar de símbolo ritual todo artefacto relacionado con el kahveh. Molinos grabados, cajas incrustadas para almacenar la molienda, ibriks de base ancha y de boca angosta, de mango alargado, levemente en ascenso.

            El café arenado en el pozo de tu vaso, un hilo de agua caliente lo empapa. Ora fragante ―exuberancia vegetal, florida―, ora aromático, cornucopia derramada, alquimia de fuego y jugos vitales. El grano, entonces, regala, de a poco, su vegetalidad. Una nariz sedienta persigue sus vapores. Las impresiones sensibles le quedan al oficiante como entretenimiento para la espera. Doscientoscuarenta segundos de infusión. El agua atemperada toma decisiones y es hora de conocer la síntesis. Los pocillos humean. El líquido oscuro, brillante, se sugiere tras la corona de espuma que flota como una nube quieta. El café se adentra por la nariz, te tiñe el entendimiento con corrientes aromáticas, y el ímpetu llega gradual; es así como los derviches, en oración, bebían café, el vino de Alá, hasta límites precatatónicos.

            La vida es buena cuando está listo el café. Cada que alguien muele unos granos bien tostados, un humano sonríe. El alma vaporosa del café anuncia enhorabuenas.

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