El café arenado en el pozo de tu vaso, un hilo de agua
caliente lo empapa. Ora fragante ―exuberancia vegetal, florida―, ora aromático,
cornucopia derramada, alquimia de fuego y jugos vitales. El grano, entonces,
regala, de a poco, su vegetalidad. Una nariz sedienta persigue sus vapores. Las
impresiones sensibles le quedan al oficiante como entretenimiento para la
espera. Doscientoscuarenta segundos de infusión. El agua atemperada toma
decisiones y es hora de conocer la síntesis. Los pocillos humean. El líquido
oscuro, brillante, se sugiere tras la corona de espuma que flota como una nube
quieta. El café se adentra por la nariz, te tiñe el entendimiento con
corrientes aromáticas, y el ímpetu llega gradual; es así como los derviches, en
oración, bebían café, el vino de Alá,
hasta límites precatatónicos.
La vida es buena cuando está listo el café. Cada que
alguien muele unos granos bien tostados, un humano sonríe. El alma vaporosa del
café anuncia enhorabuenas.
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